1 Kaidan: La promesa rota Dom Sep 05, 2010 12:56 am
Yukimura
- No tengo miedo de morir - dijo la esposa moribunda -. Hay sólo una cosa que me preocupa ahora. Me gustaría saber quién va a tomar mi lugar en esta casa.
- Querida mía - respondió el apenado marido -, nadie tomará nunca tu lugar en mi casa. No pienso volver a casarme jamás.
Hablaba con toda sinceridad, ya que amaba a la mujer que estaba a punto de perder.
- ¿Palabra de samurai? - preguntó ella, con una débil sonrisa.
- Palabra de samurai - respondió él, acariciando el rostro delgado y pálido de su esposa.
- Entonces, querido mío - respondió ella-, entiérrame en el jardín, cerca de esos ciruelos que plantamos al fondo. ¿Lo harás? Hace mucho tiempo que te lo quería pedir, pero temía que si te casabas de nuevo no querrías tener mi tumba tan cerca. Ahora que me has prometido que otra mujer no ocupará mi lugar, no dudo en hacerte saber mi voluntad... ¡Deseo tanto que me entierres en el jardín! Creo que allí a veces podré oír tu voz y contemplar las flores en primavera.
- Tus deseos se cumplirán - dijo él -, pero por favor, no hables ahora de entierros, no estás tan enferma como para perder todas las esperanzas.
- No, ya no hay nada que hacer, moriré hoy por la mañana. ¿De verdad que me enterrarás en el jardín, a la sombra de los ciruelos que plantamos?
- Te lo prometo, tendrás una tumba preciosa.
- ¿Podrás ponerme en el ataúd una campanilla? ¿Una de esas que llevan los peregrinos budistas?
- Tendrás la campanilla, y todo lo que desees.
- Ya no preciso nada más, querido mío. Siempre has sido muy bueno conmigo. Ahora puedo morir feliz.
Y entonces, la mujer cerró los ojos y murió con la facilidad con que un niño se queda dormido. Su rostro estaba hermoso y sonreía.
Tal y como ella había pedido, su esposo la enterró en el jardín, a la sombra de los ciruelos que adoraba, y en el ataúd puso una campanilla. La tumba estaba marcada por una espléndida lápida en la que se leía su kaimyô (1): "Gloriosa hermana mayor, sombra luminosa de la cámara del ciruelo, que vive en la morada del gran mar de compasión".
Pero un año después de la muerte de la esposa, los familiares del samurai empezaron a urgirle para que se casara de nuevo, puesto que aún era joven, y además era hijo único y no había tenido aún descendencia.
- El deber de un samurai - le decían - es volver a casarse. Si mueres sin hijos, ¿quién hará las ofrendas en honor de nuestros antepasados?
Tras muchos razonamientos de esta clase, al final sus familiares le convencieron para que tomara una nueva esposa. La novia apenas tenía diecisiete años, y él se dio cuenta de que podía llegar a quererla entrañablemente, pese al mudo reproche de la tumba en el jardín.
********
No ocurrió nada que pudiera perturbar la felicidad de la recién casada hasta el séptimo día después de la boda, cuando su esposo, debido a ciertas obligaciones, tuvo que pasar la noche en el castillo del señor feudal. La primera noche que pasó sola, la joven se sintió intranquila de un modo que no podía explicar, tenía un miedo peculiar, sin saber por qué. Cuando se acostó, no pudo dormir. Había una extraña opresión en el aire, una indefinible pesadez parecida a la que precede a una tormenta.
Hacia la hora del buey, entre las dos y las cuatro de la madrugada, le llegó de la oscuridad el sonido de una campanilla de peregrino budista.
"Qué clase de peregrino puede estar deambulando por aquí a estas horas?", se preguntó.
Después de una pausa, la campanilla sonó mucho más cercana. Sin duda se estaba aproximando a la casa, pero, ¿por qué por la parte trasera, donde no había camino?
De repente, los perros empezaron a aullar de un modo distinto y horrible, y ella se sintió invadida por un temor como el que se siente en los sueños. Trató de levantarse para despertar a un sirviente, pero... ¡no podía moverse, ni llamar! ¡Y cómo aullaban ahora los perros!
Entonces, a pesar de que las puertas y los postigos estaban cerrados, entró en la habitación una mujer. Estaba ataviada con un kimono mortuorio, llevaba una campanilla de peregrino, su cabello largo y suelto le caía sobre un rostro en el que no tenía ojos ni lengua, porque llevaba mucho tiempo muerta.
- ¡No puedes quedarte en esta casa! - le dijo la horrible aparición -. ¡Aquí soy la dueña todavía! Tienes que irte y no contarle a nadie por qué. ¡Si se lo cuentas a él, te haré pedazos!
Y tras decir esto, el fantasma se esfumó.
La recién casada se quedó anonadada por el terror, y no pudo reaccionar hasta que amaneció.
Sin embargo, con la luz del día, empezó a dudar de si lo que había visto y oído había sido real. La advertencia pesaba tanto sobre ella que no se atrevió a hablar sobre la visión a su esposo ni a nadie, y casi fue capaz de convencerse de que aquello no había sido más que una pesadilla.
A la noche siguiente ya no le quedaron dudas. De nuevo, a la hora del buey, los perros comenzaron a aullar y a gañir, y la campanilla a sonar, acercándose despacio por el jardín. De nuevo se sintió paralizada al tratar de levantarse para pedir ayuda, y de nuevo apareció la muerta en la habitación, repitiéndole su amenaza.
- ¡No puedes quedarte en esta casa! ¡Aquí soy la dueña todavía! Tienes que irte y no contarle a nadie por qué. ¡Si se lo cuentas a él, te haré pedazos!
Esta vez la aparición se había acercado al lecho, inclinándose sobre ella mientras hablaba entre silbantes susurros.
A la mañana siguiente, cuando el samurai regresó del castillo, su joven esposa se postró ante él y empezó a suplicarle que le permitiera volver a su casa.
- Te lo ruego, perdóname por mi ingratitud y mi falta de consideración al decirte esto, pero debo volver a mi casa lo antes posible.
- ¿No eres feliz aquí? - preguntó él, con enorme sorpresa -. ¿Alguien te ha tratado mal en mi ausencia?
- No, no es eso, todos habéis sido muy amables conmigo - replicó ella, entre sollozos -, pero no puedo seguir siendo tu esposa. Tengo que marcharme.
- Querida mía, lamento saber que algo en mi casa te ha causado esta infelicidad. Pero no logro imaginar por qué deseas marcharte, a no ser que alguien te haya tratado mal. ¿Acaso lo que deseas es que nos divorciemos?
- Sí, porque si no aceptas el divorcio, moriré - respondió la muchacha, temblando y llorando.
El samurai se quedó un rato en silencio, tratando en vano de encontrar la causa de tan sorprendente petición. Después, con la mayor calma, dijo:
- Si te envío ahora de vuelta, sin ninguna falta por tu parte, será considerado un acto vergonzoso. Pero si me das una buena razón para tu deseo, una que permita explicar la situación de una forma honorable, te daré el divorcio por escrito. No puedo hacerlo a no ser que me expliques el motivo, ya que debemos mantener el honor de nuestra casa a salvo de cualquier reproche.
Y así, ella no tuvo más remedio que contárselo, tras lo cual añadió, presa de un terror indescriptible:
- ¡Ahora que te lo he contado, ella me matará! ¡Me matará!
Aunque el samurai era un hombre valiente, poco dado a creer en fantasmas, se quedó unos momentos sin saber que decir. Sin embargo, pronto se le ocurrió una explicación lógica a lo ocurrido.
- Querida mía - dijo -, estás muy nerviosa, alguien debe de haberte contado historias absurdas. No puedo darte el divorcio sólo por que hayas tenido una pesadilla en esta casa. Esta noche también debo ausentarme al castillo, pero no estarás sola. Ordenaré a dos vasallos de mi confianza que vigilen tu habitación y podrás dormir tranquila. Son buenos hombres y cuidarán muy bien de ti.
Le habló con tanta consideración y afecto, que la muchacha casi se avergonzó de sus terrores y acabó aceptando quedarse en la casa.
*******
Los dos vasallos que el samurai puso a cargo de ella eran fuertes, valientes y sencillos, guardianes experimentados de mujeres y niños. Contaron a la joven esposa historias entretenidas para alegrarla. La mujer conversó con ellos mucho rato, se rió de sus ocurrencias y casi se olvidó de su miedo. Cuando por fin se acostó, ambos guardianes se instalaron en una esquina de la habitación, tras un biombo, y comenzaron a jugar una partida de go, hablando sólo en susurros para no interrumpir el sueño de la esposa, que dormía como una niña.
Pero de nuevo, a la hora del buey, la muchacha se despertó con un gemido de terror, había oído la campanilla que se acercaba más y más. Se levantó y gritó; mas nada se movió en la habitación, que estaba envuelta en un silencio de muerte, más profundo a cada instante. Corrió hacia los guardianes, pero los encontró sentados ante el tablero, mirándose fijamente el uno al otro, como estatuas. Les gritó, los sacudió, sin conseguir que se movieran.
Después, ellos dijeron que había escuchado la campanilla, que habían oido gritar a la novia, incluso que habían sentido cómo los sacudía para tratar de despertarlos, pero que no habían podido moverse ni hablar. Habían dejado de ver o de oír en aquel mismo instante, un sueño abismal se había apoderado de ellos.
Cuando el samurai entró en la alcoba, contempló la linterna apagándose, que iluminaba el cuerpo de su esposa, yaciendo decapitada en medio de un gran charco de sangre. Los dos vasallos, sin finalizar la partida, estaban dormidos. Al grito de su señor se levantaron de un salto y contemplaron horrorizados la escena.
La cabeza de la joven esposa no estaba en ninguna parte, y la horrible herida indicaba que no había sido cortada de un tajo, sino arrancada. El rastro de sangre los condujo de la alcoba a una esquina de la galería, donde los postigos estaban rajados. Los tres hombres siguieron los indicios hasta el jardín, sobre los matojos de hierba, las zonas de arena, la orilla de un estanque plantada con lirios, y las sombras de los cipreses y los bambúes. Y de repente, en un recodo, se econtraron con una visión de pesadilla que chillaba como un murciélago: la figura de la mujer enterrada mucho tiempo atrás, erguida ante su tumba, sujetando con una mano la campanilla y con otra la cabeza todavía sangrante.
Los tres hombres permanecieron estupefactos unos instantes. Entonces, con una invocación budista, desenvainaron las espadas y golpearon a la aparición. En un instante se desmoronó en el suelo, con un sordo esparcir de mortaja en harapos. La campanilla cayó al suelo sonando. Pero la mano derecha descarnada, pese a haber sido cortada a la altura de la muñeca, todavía se movía. Los dedos agarraban la cabeza, arañando y retorciéndose como las pinzas de un cangrejo aferradas a una fruta caída.
- Querida mía - respondió el apenado marido -, nadie tomará nunca tu lugar en mi casa. No pienso volver a casarme jamás.
Hablaba con toda sinceridad, ya que amaba a la mujer que estaba a punto de perder.
- ¿Palabra de samurai? - preguntó ella, con una débil sonrisa.
- Palabra de samurai - respondió él, acariciando el rostro delgado y pálido de su esposa.
- Entonces, querido mío - respondió ella-, entiérrame en el jardín, cerca de esos ciruelos que plantamos al fondo. ¿Lo harás? Hace mucho tiempo que te lo quería pedir, pero temía que si te casabas de nuevo no querrías tener mi tumba tan cerca. Ahora que me has prometido que otra mujer no ocupará mi lugar, no dudo en hacerte saber mi voluntad... ¡Deseo tanto que me entierres en el jardín! Creo que allí a veces podré oír tu voz y contemplar las flores en primavera.
- Tus deseos se cumplirán - dijo él -, pero por favor, no hables ahora de entierros, no estás tan enferma como para perder todas las esperanzas.
- No, ya no hay nada que hacer, moriré hoy por la mañana. ¿De verdad que me enterrarás en el jardín, a la sombra de los ciruelos que plantamos?
- Te lo prometo, tendrás una tumba preciosa.
- ¿Podrás ponerme en el ataúd una campanilla? ¿Una de esas que llevan los peregrinos budistas?
- Tendrás la campanilla, y todo lo que desees.
- Ya no preciso nada más, querido mío. Siempre has sido muy bueno conmigo. Ahora puedo morir feliz.
Y entonces, la mujer cerró los ojos y murió con la facilidad con que un niño se queda dormido. Su rostro estaba hermoso y sonreía.
Tal y como ella había pedido, su esposo la enterró en el jardín, a la sombra de los ciruelos que adoraba, y en el ataúd puso una campanilla. La tumba estaba marcada por una espléndida lápida en la que se leía su kaimyô (1): "Gloriosa hermana mayor, sombra luminosa de la cámara del ciruelo, que vive en la morada del gran mar de compasión".
Pero un año después de la muerte de la esposa, los familiares del samurai empezaron a urgirle para que se casara de nuevo, puesto que aún era joven, y además era hijo único y no había tenido aún descendencia.
- El deber de un samurai - le decían - es volver a casarse. Si mueres sin hijos, ¿quién hará las ofrendas en honor de nuestros antepasados?
Tras muchos razonamientos de esta clase, al final sus familiares le convencieron para que tomara una nueva esposa. La novia apenas tenía diecisiete años, y él se dio cuenta de que podía llegar a quererla entrañablemente, pese al mudo reproche de la tumba en el jardín.
********
No ocurrió nada que pudiera perturbar la felicidad de la recién casada hasta el séptimo día después de la boda, cuando su esposo, debido a ciertas obligaciones, tuvo que pasar la noche en el castillo del señor feudal. La primera noche que pasó sola, la joven se sintió intranquila de un modo que no podía explicar, tenía un miedo peculiar, sin saber por qué. Cuando se acostó, no pudo dormir. Había una extraña opresión en el aire, una indefinible pesadez parecida a la que precede a una tormenta.
Hacia la hora del buey, entre las dos y las cuatro de la madrugada, le llegó de la oscuridad el sonido de una campanilla de peregrino budista.
"Qué clase de peregrino puede estar deambulando por aquí a estas horas?", se preguntó.
Después de una pausa, la campanilla sonó mucho más cercana. Sin duda se estaba aproximando a la casa, pero, ¿por qué por la parte trasera, donde no había camino?
De repente, los perros empezaron a aullar de un modo distinto y horrible, y ella se sintió invadida por un temor como el que se siente en los sueños. Trató de levantarse para despertar a un sirviente, pero... ¡no podía moverse, ni llamar! ¡Y cómo aullaban ahora los perros!
Entonces, a pesar de que las puertas y los postigos estaban cerrados, entró en la habitación una mujer. Estaba ataviada con un kimono mortuorio, llevaba una campanilla de peregrino, su cabello largo y suelto le caía sobre un rostro en el que no tenía ojos ni lengua, porque llevaba mucho tiempo muerta.
- ¡No puedes quedarte en esta casa! - le dijo la horrible aparición -. ¡Aquí soy la dueña todavía! Tienes que irte y no contarle a nadie por qué. ¡Si se lo cuentas a él, te haré pedazos!
Y tras decir esto, el fantasma se esfumó.
La recién casada se quedó anonadada por el terror, y no pudo reaccionar hasta que amaneció.
Sin embargo, con la luz del día, empezó a dudar de si lo que había visto y oído había sido real. La advertencia pesaba tanto sobre ella que no se atrevió a hablar sobre la visión a su esposo ni a nadie, y casi fue capaz de convencerse de que aquello no había sido más que una pesadilla.
A la noche siguiente ya no le quedaron dudas. De nuevo, a la hora del buey, los perros comenzaron a aullar y a gañir, y la campanilla a sonar, acercándose despacio por el jardín. De nuevo se sintió paralizada al tratar de levantarse para pedir ayuda, y de nuevo apareció la muerta en la habitación, repitiéndole su amenaza.
- ¡No puedes quedarte en esta casa! ¡Aquí soy la dueña todavía! Tienes que irte y no contarle a nadie por qué. ¡Si se lo cuentas a él, te haré pedazos!
Esta vez la aparición se había acercado al lecho, inclinándose sobre ella mientras hablaba entre silbantes susurros.
A la mañana siguiente, cuando el samurai regresó del castillo, su joven esposa se postró ante él y empezó a suplicarle que le permitiera volver a su casa.
- Te lo ruego, perdóname por mi ingratitud y mi falta de consideración al decirte esto, pero debo volver a mi casa lo antes posible.
- ¿No eres feliz aquí? - preguntó él, con enorme sorpresa -. ¿Alguien te ha tratado mal en mi ausencia?
- No, no es eso, todos habéis sido muy amables conmigo - replicó ella, entre sollozos -, pero no puedo seguir siendo tu esposa. Tengo que marcharme.
- Querida mía, lamento saber que algo en mi casa te ha causado esta infelicidad. Pero no logro imaginar por qué deseas marcharte, a no ser que alguien te haya tratado mal. ¿Acaso lo que deseas es que nos divorciemos?
- Sí, porque si no aceptas el divorcio, moriré - respondió la muchacha, temblando y llorando.
El samurai se quedó un rato en silencio, tratando en vano de encontrar la causa de tan sorprendente petición. Después, con la mayor calma, dijo:
- Si te envío ahora de vuelta, sin ninguna falta por tu parte, será considerado un acto vergonzoso. Pero si me das una buena razón para tu deseo, una que permita explicar la situación de una forma honorable, te daré el divorcio por escrito. No puedo hacerlo a no ser que me expliques el motivo, ya que debemos mantener el honor de nuestra casa a salvo de cualquier reproche.
Y así, ella no tuvo más remedio que contárselo, tras lo cual añadió, presa de un terror indescriptible:
- ¡Ahora que te lo he contado, ella me matará! ¡Me matará!
Aunque el samurai era un hombre valiente, poco dado a creer en fantasmas, se quedó unos momentos sin saber que decir. Sin embargo, pronto se le ocurrió una explicación lógica a lo ocurrido.
- Querida mía - dijo -, estás muy nerviosa, alguien debe de haberte contado historias absurdas. No puedo darte el divorcio sólo por que hayas tenido una pesadilla en esta casa. Esta noche también debo ausentarme al castillo, pero no estarás sola. Ordenaré a dos vasallos de mi confianza que vigilen tu habitación y podrás dormir tranquila. Son buenos hombres y cuidarán muy bien de ti.
Le habló con tanta consideración y afecto, que la muchacha casi se avergonzó de sus terrores y acabó aceptando quedarse en la casa.
*******
Los dos vasallos que el samurai puso a cargo de ella eran fuertes, valientes y sencillos, guardianes experimentados de mujeres y niños. Contaron a la joven esposa historias entretenidas para alegrarla. La mujer conversó con ellos mucho rato, se rió de sus ocurrencias y casi se olvidó de su miedo. Cuando por fin se acostó, ambos guardianes se instalaron en una esquina de la habitación, tras un biombo, y comenzaron a jugar una partida de go, hablando sólo en susurros para no interrumpir el sueño de la esposa, que dormía como una niña.
Pero de nuevo, a la hora del buey, la muchacha se despertó con un gemido de terror, había oído la campanilla que se acercaba más y más. Se levantó y gritó; mas nada se movió en la habitación, que estaba envuelta en un silencio de muerte, más profundo a cada instante. Corrió hacia los guardianes, pero los encontró sentados ante el tablero, mirándose fijamente el uno al otro, como estatuas. Les gritó, los sacudió, sin conseguir que se movieran.
Después, ellos dijeron que había escuchado la campanilla, que habían oido gritar a la novia, incluso que habían sentido cómo los sacudía para tratar de despertarlos, pero que no habían podido moverse ni hablar. Habían dejado de ver o de oír en aquel mismo instante, un sueño abismal se había apoderado de ellos.
Cuando el samurai entró en la alcoba, contempló la linterna apagándose, que iluminaba el cuerpo de su esposa, yaciendo decapitada en medio de un gran charco de sangre. Los dos vasallos, sin finalizar la partida, estaban dormidos. Al grito de su señor se levantaron de un salto y contemplaron horrorizados la escena.
La cabeza de la joven esposa no estaba en ninguna parte, y la horrible herida indicaba que no había sido cortada de un tajo, sino arrancada. El rastro de sangre los condujo de la alcoba a una esquina de la galería, donde los postigos estaban rajados. Los tres hombres siguieron los indicios hasta el jardín, sobre los matojos de hierba, las zonas de arena, la orilla de un estanque plantada con lirios, y las sombras de los cipreses y los bambúes. Y de repente, en un recodo, se econtraron con una visión de pesadilla que chillaba como un murciélago: la figura de la mujer enterrada mucho tiempo atrás, erguida ante su tumba, sujetando con una mano la campanilla y con otra la cabeza todavía sangrante.
Los tres hombres permanecieron estupefactos unos instantes. Entonces, con una invocación budista, desenvainaron las espadas y golpearon a la aparición. En un instante se desmoronó en el suelo, con un sordo esparcir de mortaja en harapos. La campanilla cayó al suelo sonando. Pero la mano derecha descarnada, pese a haber sido cortada a la altura de la muñeca, todavía se movía. Los dedos agarraban la cabeza, arañando y retorciéndose como las pinzas de un cangrejo aferradas a una fruta caída.